El maestro, Américo Barrios
En el colegio “Sagrado Corazón” de Rosario, era “El Maestro” y tenía a su
cargo el 5to. “A”. Figura respetada, que imponía con su dignidad y sencillez. Casi
siempre vestía su guardapolvo blanco; más que planchado, almidonado. Desde su
bolsillo superior asomaban varios lápices. ¿Su pantalón? Parecía que la raya
pudiera servir de regla. Tenía un pelo rebelde domado a la gomina y sus zapatos
reflejando el sol.
De escasa altura, miraba
la vida desde sus anteojos sobresaliendo sus cejas, muy espesas. Su cuidada y disciplinada letra reflejaba toda su
persona.
Siempre atento, aplicado, nunca
destemplado. De modales medidos, de sonrisa escasa, de espalda erguida y de manos
secas, finas, bien cuidadas. Fruncida su frente. Jamás perdió el gracejo
español con el que invariablemente, nos llamaba por nuestros apellidos.
Ahora que lo recuerdo, al
caminar con sus cortos pasos siempre iba bordeando escaleras, patios y pasillos
cediendo a otros un espacio que no parecía necesitar. Leía en latín y sabía
francés. No dispensaba favores; tampoco rigores.
Supo ser maestro de un tío
abuelo mío, como me lo hizo saber, a quien recordaba pese a las dos generaciones
que me separaban de él; también lo fue de Papá, lo que para mí resultó ser un
compromiso, no debía desentonar. Nunca me destaqué demasiado con mis notas,
quizás si en mis esfuerzos, lo cierto es que siempre me enorgullecí de haber
sido su alumno y creo que muchos habrán pensado como yo.
Su familia era “El”
Colegio, la congregación de los Padres Bayoneses del “Sagrado Corazón”, fundada
en Francia por San Miguel Garicoist en 1835, de los primeros en Rosario,
habilitado en el año 1900. Esta comunidad lo integró como un cófrade más. La forma
en que llegó al Sagrado la supo contar una vez otra leyenda escolar, el Hermano
Juan (Casabon), quien explicaba que la escuchó de boca de alguno de los
miembros de la Congregación, no recordaba si fue de los padres Pucheu; de Juan Lartigau
o quizás del “Colorado” Peyroutet.
Fue el padre Dubourdieu, superior en Rosario entre 1904 y 1921, quien conoció a Barrios de una muy curiosa manera. Cuenta el Hermano Juan, que estaba sentado en la que entonces se llamaba plaza “Belgrano”, el coqueto rincón donde con los años se levantó el Monumento a la Bandera. Ahí estaba el joven Barrios con su valija de cartón, recién llegado a Rosario en uno de los tantos barcos que venían de España. Trabada la conversación inicial Barrios le explicó que era un maestro en busca de trabajo. Como educador de pura cepa, Duburdie percibió su potencial y sin más, lo invitó a trabajar en el Colegio.
Ahí labró su historia de
vida y contribuyó a moldear tres generaciones de egresados. Cuando se jubiló y dejó
las clases no abandonó el Colegio; era su mundo.
Cursaba yo el Secundario y
recordando su sapiencia enciclopedista lo abordé en el patio y le consulté sobre
un tema de mi interés. Dijo tener referencias y prometió informarme. Días más
tarde acudí a su pieza para retirar los folios prometidos.
Me sentí un intruso;
estaba entrando en su recoleto ámbito personal. En el centro, una mesa de
madera sin lustrar, sobre ella: un crucifijo; papel prolijamente colocado; un
vaso con lápices (bien afilados); a su lado, una goma de borrar; papelitos para
apuntes; el sacapuntas y dos reglas. Una silla arrimada; otra más, algo
alejada. En un ángulo, una sencilla cama de hierro, cuidadosamente tendida; una
alfombrita; su mesa de luz, con un negro devocionario encima y, a su lado, un
vaso en un plato. Hacia la izquierda, un pequeño ropero. Sobre el radiador, bajo
la ventana, una toalla blanca. En el perchero; el saco de traje que solo usaba
para ir a misa y para salir. Todo perfecto, nada superfluo.
Fueron pocos minutos los que
estuve ahí y la imagen que describo me surge fluida, fácil. Me abrió su casa, yo
no lo vi entonces, pero me estaba abriendo su alma.
Al despedirme, su mano
seca, fina, bien cuidada (como siempre), me extendió una estampita que guardé
en algún libro. Hoy, al recordar a Barrios, quise ver si todavía la tenía.
Busqué ese libro, temiendo no encontrarla, pero ahí estaba, pequeña, de antiguo
diseño, con una oración que les comparto:
“Señor Jesús, que pusiste tu mirada en nosotros, los niños, danos un
corazón alegre y un alma limpia, para que creciendo en edad te conozcamos cada
día más y te amemos mucho más”.
La vida siguió y cada
tanto veía pasar al Maestro. Un día por los patios se corrió la voz: “¡Barrios cumplió 90 años!”, los que no
conocían se sorprendieron, para ellos era una sombra que pasaba. A sus antiguos
alumnos no nos llamó la atención; en nuestra perspectiva siempre pareció
tenerlo, pero ¡nunca lo pareció!
Pasaron los años; la
comunidad se redujo y ya no pudo atender a Barrios como lo necesitaba un hombre
tan mayor.
Uno de sus discípulos, me comentó
que sus últimos tiempos los pasó en el Asilo de Ancianos de la Sociedad de
Beneficencia de Rosario, donde siguió con su austera vida de siempre. Me dijo
también que varios de sus exalumnos lo visitaban periódicamente, entre ellos
él, buscaban de retribuirle los saberes adquiridos con la atención de su
compañía ocasional.
Eventualmente ese amigo lo
acompañó a algún médico; hecho excepcional porque, era sabido, Barrios
prácticamente no había concurrido a ningún consultorio en su larga vida.
Posiblemente el secreto de su buena salud estaba en la dieta que se fijó: un
ligero desayuno; un almuerzo con muchas verduras y arroz, mucho arroz; un té
con alguna fruta y, a la noche, una buena sopa con los granos sobrantes hervidos
del medio día.
La vida del maestro
Barrios se extinguió a comienzos de la década de 1980; había superado los cien
años. No se cómo habrá sido; quizás fue en soledad, pero seguro, seguro que, en
brazos de nuestra Madre común, María de Betharram.
PS: agradezco a mi amigo Eugenio Vago las fotografías del maestro y las referencias sobre sus últimos años.
Miguel Carrillo Bascary
Emocionante relato; Maestros que dejan su impronta, querido; respetado; todo un Señor Creo que por suerte ; nuestra generación todos o casi todos tenemos en nuestros recuerdo un Maestro como Américo Barrios.
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