Ante el próximo
Día Internacional de la Amistad
Miguel Carrillo Bascary
Rosario es lugar de encuentro, no de ahora, desde
siempre. Sabemos que la ciudad comenzó a formarse en torno la pequeña capilla
de Nuestra Señora del Rosario que estaba en el mismo lugar donde hoy está la
iglesia Catedral. En su derredor se fueron levantando los primeros ranchos, donde
sus pobladores recibían con hospitalidad a quienes habitaban en las estancias y
puestos de la zona contigua, el Pago de los Arroyos. Allí, al terminar la misa,
se reunían, compartían novedades, los jóvenes soñaban con amores y los mayores armaban
sus negocios. Casamientos, bautismos, sepelios, todo contribuía a nuclear a
esos hombres y mujeres que comenzaron a formar la que hoy es nuestra ciudad.
Los niños de las primeras casas concurrían a la única
escuela, donde su cura párroco prestaba asistencia espiritual. No eran muchos
estos privilegiados, aunque nada pagaran por su instrucción. La cultura de la
mayoría llegaba a las operaciones matemáticas más básicas y a los saberes que exigía
la vida cotidiana, que iban adquiriendo de oídas y por los golpes de la vida.
No era fácil. Sin embargo, el estilo de vivir permitía grandes aventuras para
los chicos: trepar a los arboles; pescar en el río; “domar” terneros; andar a
caballo; cazar algún bicho; robarse fruta en la quinta del vecino; jugar a las
guerras; sacar punta a un palo; quizás remontar un barrilete; como vemos, los
chicos de entonces llegaban a la noche bastante cansados. Todo fomentaba una
gran camaradería y cimentaba amistades para siempre. Eso sí, la despreocupación
duraba poco, tempranamente debían colaborar en los trabajos paternos. ¿Las mujercitas?,
no la tenían tan fácil, ya desde sus primeros años participaban activamente en
las labores de la casa, siempre eran pocas las manos en aquellos tiempos.
El censo de 1763 indico que en Rosario solo vivían
unas 250 personas; en 1801 sumaban 400; escasísima población para tamaña
región. Hacia 1812, vino el entonces coronel Belgrano con sus tropas, con el objetivo
era levantar dos baterías defensivas que impidieran los saqueos realistas. Su
presencia causo conmoción; los recién llegados eran casi tantos como los
pobladores. Las familias principales se esmeraron por alojar a los oficiales y
todos debieron prodigarse para atender la alimentación de los soldados. La
recepción fue cálida; plena; amistosa; como se deduce de los documentos de
época.
La Capilla del Rosario, era el informal nombre del
poblado que, por supuesto no era ciudad, ni siquiera villa, contaba con poco
más de setecientos habitantes que vivían en unas 131 casas y ranchos, levantados
entre las hoy calles San Juan; San Martín y la costa del río; aproximadamente. Todo
giraba en torno a la capilla y la plaza actualmente llamada “25 de Mayo”; un
amplio espacio sin árboles, donde paraban las carretas antes de seguir para
Sata Fe o Córdoba. Al río se accedía por la hoy bajada Sargento Cabral; donde
amarraban decenas de canoas y alguno que otro barquichuelo. Esta cercanía
favorecía el contrabando con que los criollos intentaban eludir el férreo
monopolio del imperio español.
El mar verde de la pampa que rodeaba a Rosario estaba
salpicado de estancias y puestos, donde esforzadas familias sobrevivían ocupadas
en la explotación ganadera; esto les permitía obtener cueros, sebo y criar mulas,
que formando grandes tropas se arriaban periódicamente al Norte para satisfacer
las necesidades del Alto Perú. La agricultura tenía escasísimo desarrollo; prácticamente
para auto subsistencia. El número de quienes vivían en la campaña puede
estimarse en unas 4.300 personas; quienes necesariamente debía concurrir a
Rosario con cierta asiduidad; para acceder a las prácticas religiosas; pagar
los impuestos; comprar; vender y, también, para usar de servicios
especializados de los que no se podía contar en la inmensidad de los campos.
La
actividad comercial del Rosario de 1812, cuando en sus barrancas nació la
Bandera nacional, era bastante variada; había zapateros; albañiles; carpinteros;
sastres; un broncero; un jabonero y hasta un sombrerero. No olvidemos al cura y
maestro. Un aserradero y un pequeño molino prestaban invalorables servicios. Un
escribano certificaba las transacciones mayores. Curiosamente Rosario estaba
libre de abogados, algo lógico, ya que no había tribunales. Tampoco médicos, el
barbero solía ser requerido para cuestiones de salud; particularmente la
extracción de dientes y muelas; dicho esto sin perjuicio de los curanderos, de
los que seguro había varios, aunque nadie declaró al censo esta ocupación. Para
atender los partos intervenían las inefables comadronas.
Hasta acá señalamos que al comenzar el siglo en que nació
la Patria, Rosario se caracterizaba como un muy pequeño pero activo centro de
servicios que concentraba las relaciones de la comarca aledaña. Un perfil que
se asemeja al actual que lo tiene como el corazón de una gran zona de
influencia.
Lamentablemente, el censo no entra en detalles sobre las ocupaciones
de muchos de aquellos rosarinos. Varios tendrían propiedades en las
inmediaciones y casa construida en el poblado. Quince se declararon
comerciantes, a ellos cabe sumar a María Catalina Echevarría, a quien la
tradición atribuye hospedar a Belgrano y coser la primera bandera; quien atendía
la tienda de su padre adoptivo, el españolísimo Pedro Tuella, fallecido meses
antes.
La mayor parte de las transacciones se realizaba en
las pulperías donde la población tenía a su alcance los productos e insumos de
uso cotidiano: alimentos; perfumes; telas; herramientas; vestidos y enaguas
para las damas; aperos; útiles de labranza; velas; azúcar; yerba; sogas; tabaco;
sal; ponchos; etc. La disponibilidad de fiambres y quesos, daba para compartir las
consabidas picadas.
En vísperas del Día
del Amigo 2020 hay otro detalle significativo que tempranamente acredita a
Rosario como ciudad de la amistad. Nos hace saber el censo, que en aquel
Rosario de antaño existían nada menos que trece, cantidad inusitada para las
quince manzanas que ocupaba la pequeña población. ¡Casi una por manzana! Cifra
que posiciona al ramo como el principal motor de la actividad mercantil.
Estos negocios eran verdaderos centros sociales, donde
se jugaba a las cartas; se tocaba la guitarra; se difundían las noticias, se hacían
negocios y, por que, no, se intercambiaban chismes. En las pulperías de
encontraban los amigos, simplemente para pasar un rato juntos y donde era
posible hacer nuevas relaciones, vaso de caña de por medio, seguramente. También
en ellas los paisanos se echaban un trago antes de volver al campo y donde los
hombres concurrían al terminar la jornada de trabajo.
Este es el rasgo principal que nos permite reafirmar
que Rosario siempre fue un lugar de encuentros, de amigos; la ciudad de la
amistad.
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