El Monumento a la Bandera y el arte ancestral


Chelaalapí, los zorzales qom

Por Miguel Carrillo Bascary

El Coro Chelaalapí, el día del debut, en el Atrio del Patio Cívico del Monumento a la Bandera

Cada generación cree ser absolutamente original, sin reparar que el género humano transita los caminos que nuestros mayores nos han abierto. Nuestra tarea consiste en profundizarlos y en intentar abrir cuantos más podamos, sin caer en la soberbia de creernos iluminados.

El Monumento Nacional a la Bandera se inauguró en Rosario el 20 de junio de 1957, como producto de un extendido proceso a lo largo de varias generaciones.

Desde sus inicios el Monumento fue un espacio del que la gente se apropió, más allá de las circunstancias formales en que se desarrollaran los actos oficiales.

Desde el mismo día de su inauguración fue sede de espectáculos populares de todo tipo. En esto cumplió el destino que su creador Angel Guido soñó para él, que fuera un monumento para ser vivido, transitado, usado por la gente y que no sirviera solo para admirarlo como un producto acabado.

Hoy quiero referirme a la experiencia que implicó el debut de un conjunto coral de características muy propias, el Coro Chelaalapí (“banda de zorzales” en lengua qom), sirva esta entrada de sincero homenaje a una trayectoria artística de más de cincuenta años que tuvo su primer escalón en el marmóreo “Patio Cívico”, al pie de la Torre que se yergue celebrando la creación de nuestra Enseña patria.

Eran quince jóvenes coordinados por Amancio Sánchez, todo ellos pertenecientes a la étnia qom; provenían del interior de la provincia del Chaco, hogar ancestral de sus mayores. Por entonces la mayoría de los argentinos los llamábamos “tobas”, hoy hemos aprendido que otros pueblos originarios les dieron este apelativo, “frentones” y que “qom” significa “persona/ gente” o, mejor aún “nom qom”, “nuestra gente”

Podemos decir que aquel 24 de marzo histórico de 1962 cuando hizo su debut artistico el Chelaalapí, la ciudad de Rosario escuchó por primera los acordes del n’vike (noviké), el violín autóctono elaborado con la carcasa de un armadillo; provisto de una sola cuerda; aunque ahora se lo fabrica de hojalata. Su sonido remeda el que producen las garras del yaguareté contra las cortezas de los quebrachos, mistoles y algarrobos de los bosques chaqueños, que parecen acompañar el sonido de las afinadas voces de aquellos coreutas con piel de bronce.

Rosalía Patricio; Ignacio Mansilla y Juan Recio. Observar el noviké, elaborado en hojalata (izquierda)

Con el tiempo el Chelaalapí incorporó otros instrumentos de su cultura: los sonajeros de pezuñas; los tamboriles de porongos (mates) y el sórdido retumbar del bombo criollo.

Aquel día el Chelaalapí hizo su debut formal en ese majestuoso escenario que pertenece a todos los argentinos. También hubo un generoso espacio para ellos.

La formación del Chelaalapí fue un proyecto artístico inspirado por Inés García de Marqués, esa maestra nata de espíritu sensible que dedicó su vida a preservar la cultura qom y de otras etnias originarias de su querido Chaco. Mediante el proyecto Chalaalapí procuraba preservar los cantares del pueblo qom ante el embate de la cultura globalizada que ya hacía sentir sus efectos en la Argentina de la loca década de los años 60.

El Chelaalapí fue una respuesta acertada y con los años se constituyó en un referente fundamental de la música sudamericana, símbolo de una identidad esencial. Hasta el punto de ser reconocido como “patrimonio cultural viviente”.

Otros lauros caracterizan al conjunto como: “embajador cultural de la etnia Qom”; “coro oficial” de la provincia del Chaco” y “símbolo de la cultura chaqueña”, por solo mencionar algunos de los ilustres pergaminos que supieron alcanzar.

Las composiciones que integran su arte se complementan con danzas y coreografías extraídas de las entrañas culturales ancestrales. Algunas celebran la fauna chaqueña; las leyendas qom; la cotidianeidad en sus múltiples expresiones, como el regreso de las cosechas; el sudor de los hacheros; las lágrimas de una despedida; las alegrías de un enlace o el advenimiento de un nuevo vástago a la estirpe familiar.

El Coro a pleno, en una reciente actuación 

El año 2017 fue mi reencuentro con el Chalaalapí, cuando brindó un recital de hermoso efecto en el 2do. Congreso Internacional de Comunicación y Eventos (CODE 2017) realizado en Resistencia. Chaco, en el que tuve el honor de disertar. La participación del Chalaapí fue digna expresión del evento, en la que pudo palparse la maduración de su arte, manteniendo sus raíces vernáculas intactas. Fue una ocasión única; mágica.


Volviendo al tema inicial

Así como en el ya lejano 1962, cuando el Coro Chelaalapí dio su primer gran paso en la consagración de que goza, el Monumento Nacional a la Bandera siguió siendo el ámbito propicio, inclusivo, para los jóvenes artistas y también para los consagrados que brindaron su arte ante el flamear de nuestra Enseña celeste y blanca, la misma que nos hermana por sobre toda grieta.

Citamos algunos: Mariano Mores; Jorge Don; Horacio Guaraní; Mercedes Sosa; Jairo; Patricia Sosa; los exponentes de la Trova Rosarina; la Sinfónica Provincial; el conjunto Pro Música; otros coros consagrados, como el Coro Estable de Rosario; bandas de rock de diversos estiles; ensambles de jazz y de otros muchos estilos, en una lista que alguna vez deberá elaborarse para constancia y memoria de las nuevas generaciones.

Es que el Monumento a la Bandera siempre (reitero, siempre) estuvo abierto a las más amplias expresiones del arte; aún en los tiempos más oscuros de nuestro pasado reciente.

El Coro Chelaalapí, con su sonido extraño a los oídos rosarinos, es un ejemplo de la permanente riqueza de la diversidad cultural que caracteriza a nuestra ciudad y que, afortunadamente es parte de la identidad de ser argentinos.



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