Rosario y la primavera de Praga

Rosario y la primavera de Praga

Por Miguel Carrillo Bascary


El 21 de agosto de 1968 el mundo entero conoció del fin de la “Primavera de Praga”, como se llamó al movimiento de liberalización del régimen comunista que imperaba en la entonces Checoslovaquia (hoy República Checa y Eslovaquia) desde fines de la Segunda Guerra Mundial.


Desde el 1º de enero de ese año el líder nacional Alexander Dubcek había promovido significativas reformas dentro del socialismo propio de las circunstancias y con esto concitó enorme apoyo popular. El movimiento fue designado como la “revolución de terciopelo”.

Ante la impotencia que les derivaba la situación, los comunistas más conservadores, partidarios de una línea dura, alentaron la acción de la Unión Soviética que no estaba dispuesta a permitir que uno de sus estados dominados se apartara del férreo sistema que les había impuesto.


Cerca demedio millón de soldados cruzaron la frontera encabezados por nutridos batallones de tanques (más de 2.500 unidades) y sometieron la resistencia civil mayormente no violenta que encararon decenas de miles de checoslovacos. La gente se arracimaba junto a los blindados impidiéndoles avanzar y levantaba improvisadas barricadas en las calles y caminos. Todo fue en vano.


La experiencia recreaba las dramáticas circunstancias que había generado otros intentos de liberación, como los ocurridos en la República Oriental de Alemania (1953) y en Hungría (1956) donde la represión fue sangrienta.

En Checoslovaquia, los muertos en las calles; el cañoneo aún dentro de las ciudades; la desaparición de opositores; la tortura indiscriminada a los detenidos, fueron evidencia del atroz puño de hierro ruso, que recién soltaría su presa en 1989, con la símbolica caída del “Muro de Berlín”.


Más tarde, hacia 1987, la Unión Soviética, bajo gobierno de Gorbachov, intentó reformar similares a las que había abortado en Checoslovaquia, como un postrer intento de mantener el statu quo; pero ya era tarde para los checos que murieron y sufrieron en 1968. Por aquellos meses cerca de 300.000 emprendieron el exilio, algunos llegaron a nuestro país.


 Repercusiones en nuestra ciudad

Desde la periferia del mundo Argentina recibía las noticias con asombro y preocupación. En Rosario existía una pequeña colectividad de checos y de sus descendientes que seguían con lógica angustia la evolución de los acontecimientos. Se intentaron diversas acciones para paliar el dolor del país mártir, con ningún resultado.

Fue entonces que un grupo de checos se hizo presente ante el entonces párroco de la iglesia Catedral de Rosario, monseñor José Corti y le pidieron autorización para colocar una imagen del “Niño Jesús de Praga” como motivación para orar por sus compatriotas. Corti aceptó inmediatamente y dispuso colocar la estatuilla en una hornacina del presbiterio, en inmediaciones del Altar Mayor.


Una modificación edilicia determinó que el “Niño Jesús de Praga” pasara al altar dedicado a la “Sagrada Familia”, cuyo diseño gótico, íntegramente construido en madera realza su presencia.

Allí quedó; desde hace ya cincuenta años, recibiendo las oraciones de sus devotos y como silente recordatorio de la violencia armada de una potencia dispuesta a todo con tal de mantener un régimen que por antonomasia ahogaba los derechos humanos más elementales, a despecho de un discurso capcioso que decía promoverlos.


Origen de la devoción

El Niño solo tiene 45 centímetros de altura, se lo visto como rey, con una túnica bajo la cual se asoman sus pies. En su mano izquierda sostiene el mundo y con la derecha bendice a quienes lo observan.


La histórica imagen se encuentra en la iglesia del convento de Santa María de la Victoria, en Praga, en el barrio de la “Ciudad Pequeña”, a los pies del castillo de la ciudad, sobre la calle Karmelitská. El templo es de estilo clásico romano, de gran riqueza arquitectónica.

Fue llevada desde España hasta Praga por la duquesa María Manrique de Lara, cuando contrajo matrimonio con el caballero Vratislav de Pernstejn, llevó consigo la preciosa imagen a su nueva casa en Praga. En 1628 su hija Polixena, la regaló a los Carmelitas Descalzos. Fue colocada en el oratorio interior del convento, donde el padre Cirilo se caracterizó por su devoción a la misma.

Entre tanto, la “Guerra de los 30 años” (1618 – 1648) se ensañó con Bohemia. En 1631, el ejército de Sajonia se apoderó de la ciudad de Praga y profanó los centros de culto católicos. Los herejes destruyeron la iglesia, saquearon el monasterio, hicieron burla de la estatua del Niño Jesús y le quebraron las manos. La imagen del Niño quedó perdida entre los escombros.

Recién en 1632 pudieron volver los carmelitas al convento, la ciudad se hallaba en la más espantosa miseria. Cirilo regresó en 1639, cuando Praga estaba sitiada por los herejes; buscó la estatua entre los escombros y pudo hallarla muy dañada.

Se la restableció al culto y quedó librada a la piedad popular; poco después el enemigo levantó el sitio. La supervivencia de la pieza fue considerada como un signo muy especial y se transformó en objeto de una devoción bendecida con muchas gracias.

Las carencias del convento no permitieron la restauración. Con los años la peste asoló Praga y la población acudió al Niño para pedir su salvación, nuevamente se manifestó la divina voluntad y Praga quedó librada. Desde entonces, la devoción se expandió a toda Europa, difundida por los carmelitas.

En 1642 la donante mandó edificar un nuevo templo que reemplazó al destruido y el Niño fue colocado sobre el retablo del altar mayor, flanqueado por las estatuas de María y de José; tal como hoy se encuentra.

La Iglesia considera al “Niño Jesús de Praga” como el protector de la infancia aquejada por las prácticas y enseñanzas anticristianas.

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